Lo de Carlos
Hace dieciséis años, Carlos tenía dieciséis años. Otras teníamos diecinueve, o quince, o veintitantos por aquel entonces, qué más da, éramos insolentemente jóvenes. Nos conocíamos de las asambleas, de las manifestaciones, de las tardes en los bancos del barrio, del MSN y el Tuenti, de los conciertos en los CSO y de la complicidad de alguna carrera furtiva. No es nostalgia ni añoranza, ni es que fueran tiempos mejores, qué va. Simplemente eran los nuestros.
Hace dieciséis años, Carlos se quedó ahí, tendido en el vagón del metro de Legazpi, eternamente quieto en sus dieciséis años. Le apuñaló en el corazón un militar neonazi cuando él y sus compañeros acudían a frenar una manifestación racista en el barrio obrero de Usera. La manifestación fue legalizada por la Delegación del Gobierno del PSOE en Madrid, que por entonces consentía a los fascistas campar organizados como un mal menor e insignificante, como si solo fueran una rémora del pasado o un puñado de pijos y tirados jugando a ser macarras. Mientras, se criminalizaba al antifascismo militante al que no le dio nunca ni un respiro: ilegalizaciones, infiltraciones, desalojos, multas.
El asesinato de Carlos fue televisado y se convirtió en una jugosa pieza para el morbo informativo, y en esos días las imágenes de las cámaras del metro se emitían una y otra vez, narradas como una pelea de lumpen y gamberros, una cruz de navajas de críos radicalizados, tribus urbanas, botas y tirantes y hostias en el bar. Aquí no hay nada que ver —nos decía la policía aquella mañana de domingo en la estación de Legazpi—. Circulen.
La gente que salió de ese andén temblando, manchadas de sangre y de injusticia, eran mucho más que carne de un programa de televisión o una página de sucesos. Era una generación de activistas y militantes que desde muy jóvenes habían entendido que el antifascismo y el antirracismo eran dos causas que marcaban su identidad y sus vidas. Son las que levantaron los centros sociales y los defendieron de los ataques de fascistas con y sin uniforme. Las que convocaban sus manis, sacaban las fotos y escribían las noticias, porque sabían que nadie más iba a contarlo. Las que pusieron pie —o bota— en pared a los nazis y a los racistas en los barrios aunque les costara alguna que otra ruina.
Los que fueron capaces de montar sus bandas, sus colectivos, sus proyectos, sin un puñetero duro, ni padrinos, sin tenerse nada más que a ellos y ellas mismos. Esos chavales con cresta, esas chicas con el pelo rapado, esos macarras, esas perroflautas eternamente asambleadas, fueron condenados a ser una anécdota, un cliché, y no un sujeto político sin el cual no podría comprenderse la historia de tantas luchas, de tanta gente, de tantos barrios.
Durante dieciséis años han seguido manteniendo cada año el recuerdo de Carlos. Con sus códigos, con sus símbolos, a su manera: bengalas, marchas, capuchas, charlas, conciertos, carteles, jornadas. No han fallado un solo año. Nunca.
Pero ahí ya nadie tiene dieciséis años, y esos chavales sin historia han crecido y se han hecho mayores y ahora son insolentemente adultos. Hay quien hizo de aquella mañana de noviembre su oficio, y ahora es una brillante abogada que defiende a esos chavales que se siguen metiendo en líos, aunque a menudo se quede sin minuta. Benditos líos. Hay quien ha decidido, por fin, narrar a esa generación y darle la dignidad y el relato que no tuvo: leed, si no lo habéis hecho ya, Antifascistas, de Miquel Ramos. Hay quien sigue siendo militante de esos de los de toda la vida, optimistas de la voluntad y pesimistas de la razón, de los que no falla a una sola convocatoria.
Hay cantantes y artistas, periodistas, tatuadoras, precarias, doctorandas, profes, los metidos a políticos y los que reniegan de los políticos, los que siguen estudiando oposiciones, y también los eternos torpedos, incluso alguno que mantiene hasta la cresta. Algunos se fueron de Madrid y ya no van a volver, otro acaba de ser papá. En dieciséis años, las cosas pueden cambiar mucho o no cambiar casi nada, ¿verdad? Hay quien es ajena ya a todo esto, quien colgó las botas y las ganas, pero sigue volviendo cada año a esa parada de metro, a Legazpi, a “lo de Carlos”, a ese once de noviembre en el que dieciséis años nos pasan de golpe por delante.
Ahora que el antifascismo se ha vuelto un eslogan electoral, ahora que los mal llamados “ultras” sí que salen en la tele, agitados como un útil y mediático espantajo mientras patalean a las puertas de Ferraz, ahora que sus símbolos y códigos se debaten en La Sexta y sus agresiones se denuncian y movilizan la solidaridad colectiva, ahora que ser “antifa” ya no es lo que era, sería un gesto de generosidad política reconocer a aquella generación.
Pusieron la cara —literal y metafóricamente— para que los fascistas no tuvieran espacio en la calle ni en los movimientos sociales. Hicieron el trabajo de investigación y de denuncia que nadie —ni fundaciones, ni partidos, ni filántropos— quería por entonces hacer. Y no tuvieron miedo, y si lo tenían, se lo tragaban, aunque sabían que si seguían por ese camino lo único que tendrían por delante serían problemas. Crecieron y se hicieron mayores, y quiero pensar que en cada una de esas vidas hay un poquito de la juventud, de la rabia, de la alegría y del futuro que no pudo tener aquel chaval que mataron en el metro. Nos vemos el sábado. En lo de Carlos.
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