La disputa por (y en) la Universidad
El jueves 12 de diciembre, la Comunidad de Madrid se avino, finalmente, a firmar con el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (MICIU) el convenio del Programa María Goyri que dicho ministerio ha impulsado para financiar, junto con las Comunidades Autónomas, la creación de más de 5.000 plazas de profesorado ayudante doctor. La Comunidad presidida por Isabel Díaz Ayuso era la única que no había querido adherirse al acuerdo, argumentando, hasta el mismo día de la firma, que la propuesta del ministerio era una "imposición", una "cacicada" y un "chantaje" del gobierno de Pedro Sánchez.
Estos no han sido los únicos apelativos que el Gobierno autonómico ha dedicado al convenio. En un discurso fuera de todo protocolo, el consejero de Educación, Ciencia y Universidades de la Comunidad de Madrid, Emilio Viciana, declaró tras la rúbrica, y delante de la ministra, que el Programa María Goyri era un "panfleto político", un "convenio-trampa", un "ejercicio de ingeniería social" que pretende "aislar, cada vez más, a la Universidad en la ideología y en la dependencia de los poderes públicos".
Al "querer acabar con la figura del profesorado asociado", el convenio va a "volar puentes con la empresa privada" y "genera artificialmente un problema" donde, según el PP, no lo hay. Así se refiere Viciana al hecho de tener que dedicar, según sus palabras, 57 millones de euros del presupuesto público anual de la Comunidad para incorporar de manera estable a los profesores ayudantes doctores a la Universidad pública.
Pudiera parecer que la crítica del consejero madrileño es sólo una queja que se relaciona con la incomodidad de tener que asumir una parte del presupuesto en un contexto en que los rectores de la comunidad universitaria madrileña denuncian la infrafinanciación de la Universidad pública por parte del gobierno de Díaz Ayuso, quien, como el resto de Comunidades Autónomas, tiene las competencias en materia de Universidades. Sin embargo, estamos ante un posicionamiento ideológico que supone una ofensiva de amplio espectro contra una de las instituciones que se viene configurando, desde la ultraderecha mundial, como un centro de oposición a su agenda política.
La ofensiva ideológica contra la Universidad
Donald Trump ya acusó a las Universidades de su país de "convertir a nuestros estudiantes en comunistas y terroristas", propuso durante la campaña crear una institución paralela a las Universidades para la formación superior bajo el argumento de ser más económica e insinuó el desmantelamiento del Departamento de Educación. Como buenos aprendices del trumpismo, la ultraderecha patria, tan proclive a copiar lógicas extranjeras, a la vez que hace alarde de españolidad, asume como nuevo objetivo la cruzada importada contra la supuesta ideología woke.
El desencuentro con el MICIU y los rectores, aunque se presente desde una lógica principalmente económica o de invasión de competencias, es sólo el inicio de esta ofensiva que es de prever que, en un futuro próximo, ocupe más espacios en el debate público. El cuestionamiento de la libertad de cátedra, como se hace en otros niveles educativos con el pin parental, será el siguiente paso.
Parece evidente que la Universidad se va a convertir en el próximo campo de batalla ideológico. Siempre lo ha sido para la ultraderecha, que hizo de la Universidad pública su coto privado durante el franquismo. Pero los tiempos han cambiado en España y están cambiando a escala mundial. La ultraderecha avanza pero hoy se encuentra, en términos generales, con la oposición de buena parte del mundo académico. Los campus universitarios, con todas las limitaciones para la transformación que suponen las luchas eminentemente estudiantiles, pueden convertirse en espacios de resistencia a la privatización, el auge de la ultraderecha o el genocidio en Gaza. Y esto es visto como una amenaza, también en nuestro Estado.
De ahí la importancia de desmantelar a la Universidad pública y sustituir su modelo, de manera creciente, por Universidades privadas, muchas de ellas vinculadas a grupos religiosos, haciendo negocio con la educación, como bien saben los fondos de inversión que se están adentrando en el sector. Por tanto, no es casual que, en los últimos 26 años, en el Estado español se hayan construido 27 nuevas universidades privadas y ninguna pública. Tampoco extraña que la Comunidad de Madrid defienda un modelo privatizador frente a lo público bajo discursos de supuesta defensa de la libertad y de la figura del profesorado asociado.
¿Quién defiende al profesorado asociado?
En medio de esta ofensiva, que implica también, en un siguiente paso, fiscalizar el contenido de los currículos y cuestionar la libertad de cátedra, hay un actor, poco conocido, en el centro del debate: el profesorado asociado. Conviene recordar que la figura del profesorado asociado ha sido, y sigue siendo a pesar de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), funcional a una Universidad que, durante muchos años, decidió hacer recaer la carga docente en un profesorado en condiciones de precariedad contractual y salarial.
Teóricamente, eran profesionales de probada competencia, con trabajo fuera de la Universidad, que daban clase en ésta para transmitir su conocimiento. Algo que se cumplía, sobre todo, en ámbitos como el sanitario o en el jurídico. Pero que en las facultades de ciencias sociales y humanidades se daba de manera distinta, con la presencia de falsos asociados que, en realidad, tenían a la Universidad como trabajo principal. Se trataba de profesores y profesoras que querían hacer carrera académica pero que se vieron abocados a entrar en la Universidad por la puerta pequeña, ante la inexistencia de una oferta suficiente de plazas bajo otras modalidades contractuales.
La LOSU nació como un intento de reducir esta figura pero su implementación, como ya denunciamos hace más de un año, ha implicado la estabilización en la precariedad de la mayoría del profesorado asociado y la creación de figuras todavía más precarizadas e inestables como las del profesorado sustituto. Tampoco ha venido acompañada de la estabilización mayoritaria del profesorado asociado en la figura de profesorado ayudante doctor establecida en algunos de sus artículos.
La expectativa de muchos asociados, falsos o no, de realizar una carrera académica, también investigadora, en condiciones de estabilidad laboral y salarial, pasando a integrar el profesorado ayudante doctor (profesorado lector en Catalunya) no ha sido cumplida por la LOSU. Recordemos que la figura del profesorado ayudante doctor es el primer paso en la incorporación estable al personal docente universitario, con contratos de un máximo de seis años, que dan opción a, posteriormente, acceder a otras figuras contractuales superiores, siempre que haya presupuesto, se superen los concursos y los departamentos decidan continuar con esa persona, detalle nada menor en la lógica feudal universitaria.
El aumento previsto del 74% de las plazas de ayudante doctor con el Programa María Goyri es, sin duda, positivo y necesario para la Universidad pública del Estado. Viene a resarcir parcialmente un problema enquistado, que no es sólo el envejecimiento de las plantillas sino, sobre todo, la precarización del profesorado. Sin embargo, su implementación, como en el caso de la LOSU, genera muchas incertidumbres para el profesorado asociado que sí quiere incorporarse a la docencia e investigación universitaria de manera estable:
¿Servirán estas plazas para su estabilización y posterior incorporación en los distintos departamentos? ¿O nos encontraremos, de nuevo, ante el uso de la creación de unas plazas que nacieron bajo la lógica de acabar con la precariedad laboral de un colectivo relegado por décadas, para incorporar a otros perfiles de "excelencia", entre los cuales no se incluye al profesorado asociado?
¿Primará la retención de talento interno o la atracción de talento externo? ¿Cómo se conjugará la necesaria concurrencia competitiva, además de la transparencia e igualdad de oportunidades, que debería regir en todos los procesos selectivos de la administración pública, con el derecho de los trabajadores y trabajadoras, falsos asociados con años, e incluso décadas, de docencia a sus espaldas, a incorporarse a las plantillas universitarias en otras condiciones más favorables?
¿Se prevé que estos trabajadores puedan algún día estabilizarse más allá de un contrato indefinido que perpetúa o, incluso empeora sus condiciones salariales, como ha sido el resultado tras pasar, de nuevo, por concursos de selección para ser contratados bajo la normativa LOSU?
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Diaz Ayuso, en el acto de homenaje a la Constitución Española.
Muchas preguntas que quedan en el aire y cuya respuesta, seguramente, no está ni en el MICIU, ni en los gobiernos autonómicos, ni en los rectorados o los departamentos universitarios sino en la capacidad de este grupo para movilizarse colectivamente, pese a sus diferencias y fragmentación. Desde luego, no va a ser el PP de Ayuso quien ayude a este colectivo ni quien combata la precariedad laboral, todo lo contrario.
Transformar la Universidad, democratizarla en su funcionamiento interno, convertirla en un lugar donde, en la práctica y no sólo en los documentos, reine la transparencia y la igualdad de oportunidades, parece una quimera. Al fin y al cabo, la Universidad está permeada por la lógica económica y política de la sociedad en la que vivimos y, como reflejo de ella, reproduce las estructuras sociales por su limitada capacidad para trastocarlas.
Sin embargo, defender la Universidad pública ante quienes quieren relegarla a un negocio, garantizar su pervivencia y la pluralidad ideológica en su seno, convertirla en bastión de derechos y no en reproductora de privilegios, es una de las tareas más urgentes en un mundo donde el conocimiento especializado y la ciencia se cuestionan de manera creciente por quienes están llegando a las instituciones aupados por una pulsión oscurantista que se está haciendo fuerte en la presente coyuntura histórica.
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