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Madrid :: 19/03/2018

Cinco reflexiones tras la muerte de Mame Mbaye

Sarah Babiker
Ellas y ellos han entendido que nadie va a defenderles en su lugar. Que nadie se quede sin escucharles

1. Los hechos

El viernes intentábamos cerrar un comunicado por la muerte de Mame Mbaye. Dentro de un espacio de vecinas y vecinos, la gran mayoría migrantes. Con el zumbido de las redes sociales de fondo, en nuestro grupo de uasap se debatía sobre la exactitud de los hechos. Sobre si era necesario esperar a que los datos se aclarasen. Como si las distintas versiones fueran una niebla que acabaría por disiparse, y entonces descubriríamos si había corrido antes o después, ese día u otros mil días, desde dónde. Pero la prensa dirá una cosa y la contraria.

La policía lanzará una polifonía de declaraciones hasta cerrar el relato. Pues solo la muerte es innegable, todo lo demás puede ser reescrito al gusto del consumidor. Y así, entretenidos en el debate de los hechos, en la disputa narrativa, desenfocamos el transfondo: la vida hecha miedo, la abolición del descanso y la serenidad para quienes no tienen cabida en una ciudad que acoge mimosa a especuladores, multinacionales y fondos de inversión.

Normalizaremos de nuevo a los cientos de Mames de pie, durante horas, sobre las aceras, en el metro, observando pasar a las turistas, a los ciudadanos de pleno derecho que van al trabajo o a ver a sus familias, a las personas precarias que temen no llegar a fin de mes, pero no ser detenidas y deportadas, a jóvenes despreocupados que se dirigen a las terrazas. No adquirir el derecho a la despreocupación en toda tu vida, siempre alerta, siempre en vilo. El miedo te roba tus mejores años, cercena tu felicidad, te enferma. Tener miedo por ser, por estar, por intentar sobrevivir, en una ciudad segura como Madrid, es una de las peores desigualdades posibles. Y es una vergüenza. Esos son los hechos.

2. Los daños

Hay gente muy preocupada por la ciudad. Por el daño que hacen los manteros cubriendo con sus mercancías nuestras sofisticadas calles céntricas, donde cualquier rastro de la injusticia, de la pobreza y la exclusión, manchan la disneylandia de consumo y turisteo en la que se están convirtiendo cada vez más barrios.

Se daña la imagen de Madrid, afirman con gravedad los cultivadores de la ciudad espectro, enemiga de sus habitantes, reclamo de inversores y otros buitres. Se daña a las grandes firmas internacionales de bolsos, calzado y perfumes. Las mismas que obtienen jugosas plusvalías de la combinación letal entre unas leyes de propiedad intelectual que las mima, y una desregulación laboral que las privilegia. Se daña a los comerciantes. ¿A qué comerciantes? ¿A quienes quedan tras haber expulsado a los pequeños negocios con alquileres inasumibles y horarios ininterrumpidos?

Y es que hay manifestantes que muestran su ira y consternación dañando el mobiliario urbano del barrio, añaden otros. Desprovistos de civismo, enturbian sus legítima tristeza con ese comportamiento irracional, evalúan los defensores del buen juicio. Solo que el civismo es un lujo que pueden permitirse los serenos. Los que sienten a la ciudad como propia, a las fachadas coloridas, y los adoquines ordenados, las oficinas bancarias como algo que les pertenece y acepta y no como un escenario que les expulsa. Que les recuerda que no se les quiere ahí, ensuciando de realidad esas plazas emperifolladas para que las ocupen gentes más lucrativas.

3. La venta ambulante

Como la gente tiene la mala costumbre de pujar por su supervivencia y la de los suyos la venta ambulante informal es una forma de vida que se extiende por todo el planeta. Cuando no hay mercado de trabajo que te integre, ni capital para alquilar un local, o pagar una licencia, cuando no puedes producir porque careces de medios para ello, cuando estás solo tú ante el mundo y necesitas tirar adelante en los márgenes de un sistema económico centrado en la generación de beneficios sin fin, entonces haces lo que tienes que hacer. Y muchas veces en muchos lugares eso implica comprar cosas y venderlas ligeramente más caras en las calles. Eso, intentar sobrevivir como se puede, es normal en los países que no pueden evadirse de la realidad, de la desigualdad atroz. Pero en este país, que lucha por mantener viva la ficción de que está todo bien, de que la pobreza y la explotación no existen, te puede costar la cárcel.

4. Las vecinas

Las vecinas y vecinos de Lavapiés, muchos de ellos africanos como Mame, inundan el barrio en su recuerdo. Denuncian la situación de tantos vecinos negros, desprovistos del derecho a vivir sin miedo, a ganarse la vida sin estar siempre en tensión, a habitar las calles sin que su sola existencia parezca un acto delictivo. Son las mismas vecinas y vecinos que denunciaron las redadas racistas, que formaron redes de solidaridad, que expulsaron a la policía del barrio. Gentes que se niegan a asumir un modelo de ciudad que acosa y criminaliza a los vecinos migrantes. Por eso la batalla está en los barrios, en las calles donde la gente se junta, se roza, desarrolla vínculos, se interpela, y se acompaña. Mantener vivos y solidarios los barrios es la mejor contestación posible a esa ciudad a la que cada vez le vamos sobrando más gente.

5. Los manteros

Entre los vecinos estaban sobre todo los manteros, quienes convocaron las concentraciones. Los sindicatos de manteros y lateros, movimiento organizado, no son solo importantes para quienes lo componen. Suponen un revulsivo para todas las personas ante la desorientación causada por la falta de legitimidad y reflejos de los sindicatos tradicionales, la precarización de las existencias, la atomización de las luchas, el individualismo que nos hizo replegarnos. Son los movimientos de base como el de los manteros, o el de las activistas de Territorio Doméstico, las Kellys, la PAH, de quienes se ven despojados de los derechos más básicos, quienes hablan más fuerte y más claro en este escenario de desconcierto. Ellos y ellas han entendido, que nadie va a defenderles en su lugar. Ellos tienen la agencia que mucha gente viene buscando durante años cuando despertamos del sueño de la representación. Que nadie se quede sin escucharlos.

El Salto

 

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