¿Quién limpia, quién recoge, quién pone ladrillos?

Las personas migrantes no son engranajes de un mecanismo económico, sino ciudadanos que construyen país.
En pleno debate parlamentario, Isabel Díaz Ayuso pronunció una frase que, más allá de la polémica inmediata, revela una forma de entender la sociedad profundamente desigual. Dijo literalmente:
“Digo yo que alguien tendrá que limpiar en sus casas, alguien tendrá que recoger sus cosechas y alguien, señoritos de Vox, tendrá que poner los ladrillos de las casas donde luego vamos a vivir todos los demás.”
La declaración puede parecer, en apariencia, un ataque a Vox. Pero su contenido es mucho más grave: reproduce un esquema social en el que las personas migrantes no son sujetos con derechos, proyectos y dignidad, sino mano de obra subordinada, destinada a ocupar los empleos más duros para que otros los “señoritos” puedan vivir cómodamente.
El problema no es a quién critica Ayuso. El problema es el marco mental que normaliza.
Cuando desde un cargo público se habla de los migrantes como quienes “tienen que limpiar”, “tienen que recoger” o “tienen que poner ladrillos”, no se está defendiendo la integración ni el reconocimiento. Se está naturalizando una jerarquía social en la que hay vidas destinadas a servir y vidas destinadas a mandar. Y esa visión no es solo injusta: es peligrosa.
Las personas migrantes no son engranajes de un mecanismo económico, sino ciudadanos que construyen país: emprenden, estudian, trabajan, sostienen sectores enteros, pagan impuestos y forman parte del tejido social. Reducir todo eso a una lista de tareas domésticas o agrícolas es ignorar deliberadamente su aportación real. El discurso de Ayuso se presenta como sentido común o como realismo económico. No lo es. Es clasismo institucional: una visión que concibe la igualdad como un privilegio reservado para algunos y los derechos como algo que se negocia en función de la utilidad económica de cada persona.
El problema no es reconocer que hay sectores donde la inmigración tiene un papel fundamental. El problema es nombrarlos como si esa fuese su función natural, casi biológica. Como si la única manera de convivir fuera que unos trabajen desde abajo y otros disfruten desde arriba.
Eso no es gestionar la realidad: es justificar la desigualdad.
La alternativa pasa por un discurso público que reconozca la contribución de las personas migrantes como parte esencial de un país diverso, moderno y democrático. Que ponga en el centro la igualdad de derechos, la integración real, el respeto mutuo y la lucha contra la explotación laboral.
La convivencia no se construye señalando quién debe limpiar a quién, sino compartiendo responsabilidades y derechos en igualdad.
Porque cuando un gobierno define a los migrantes por las tareas que deben hacer para los demás, no está hablando de ellos: está revelando su propio modelo de
sociedad.
Y ese modelo no es digno de una democracia que aspire a la justicia social.
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